domingo, 15 de marzo de 2015

.- simplemente irresistible.- 44 y 45

3 O MAS Y AGREGO MAÑANA ... ADIOS :))

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Capítulo 44

Salieron juntas del coche y subieron la acera. Con la mirada oculta tras las gafas de sol, _____ lo observó levantarse. Parecía informal y relajado con unos pantalones beiges de sarga, una camiseta blanca y una camisa de cuadros que llevaba suelta y sin abrochar. Llevaba el pelo oscuro más corto que la última vez que lo había visto y el flequillo le caía despeinado sobre la frente. Tenía la mirada fija en su hija.
—Hola, Lexie.
Ella bajó la vista a su carpeta como si de repente estuviera absorta en otra cosa.
—Hola.
—¿Qué has hecho desde la última vez que te vi?
—Nada.
—¿Cómo te va en primero? -Ella no le miraba.
—Bien.
—¿Te gusta la profesora?
—No está mal.
—¿Cómo se llama?
—Señora Berger.
La tensión era casi palpable. Lexie era más amigable con el cartero que con su padre y ambos lo sabían. Tom levantó la vista hacia _____ con la acusación escrita en sus ojos marrones. _____ se enfureció. Puede que él no le gustara, pero nunca había dicho ni una sola palabra mala en su contra, al menos, no delante de la niña. El que no estuviera dispuesta a acostarse y a dejarse pisotear por él no quería decir que fuera a intentar influenciar a Lexie de alguna manera. También ella estaba sorprendida por la inusual timidez de Lexie, pero conocía la razón. La causa de su reserva estaba delante de ella con la forma de un hombre grandote y musculoso; ahora no sabía cómo tratar con él.
—¿Por qué no le cuentas a Tom lo de tu jerbo? —sugirió ella, introduciendo el tema del que más hablaba Lexie últimamente
—Tenemo un jerbo.
—¿Dónde?
—En el colegio.
Tom no podía creer que ésta fuera la misma niña que había conocido en junio. La miró y se preguntó dónde estaría su charlatana hija.
—¿Quieres entrar? —preguntó _____.
Él habría preferido sacudirla y exigirle que le contara lo que le había dicho a su hija.
—No. No tenemos tiempo.
—¿Dónde vais?
Él miró las grandes gafas de sol de _____ y pensó en decirle que no era asunto suyo.
—Quiero enseñarle a Lexie dónde vivo. —Alcanzó la carpeta y se la quitó a Lexie—. La traeré de vuelta a las nueve —dijo, y le dio la carpeta a _____.
—Adiós, mami. Te quiero.
_____ miró hacia abajo y esbozando una falsa sonrisa dijo:
—Dame un beso, cariño.
Lexie se puso de puntillas para darle un beso de despedida a su madre. Y mientras observaba, Tom supo que quería lo que tenía _____. Quería el amor y el afecto de su hija. Quería que lo rodeara con sus brazos, que lo besara y le dijera que lo quería. Quería que lo llamara papá.
Tenía la seguridad de que en cuanto llevara a Lexie a su casa y ella se relajara, una vez que estuviera lejos de la influencia de _____, volvería a ser la niña que conocía.
Pero eso no ocurrió. La niña que recogió a las siete era la misma niña que llevó
de regreso a las nueve. Hablar con ella fue como patinar a través del hielo: suave y lento, y condenadamente desesperante. No había dicho nada sobre su casa flotante y no había querido saber al instante dónde estaban todos los cuartos de baño, lo que lo asombró porque en Cannon Beach la situación de los cuartos de baño había parecido un asunto de estado.
Le había mostrado el dormitorio de invitados que había preparado para ella, y le dijo que irían de compras y que le compraría cualquier cosa que quisiera. Había pensado que le gustaría la idea, pero la niña sólo había asentido con la cabeza y le había pedido salir a la cubierta de abajo. Había mostrado algo de interés por el barco así que habían saltado en el Sundancer y habían navegado lentamente por el lago. La había observado revisar la cabina y abrir la nevera compacta bajo la consola. La había subido a su regazo para que pudiera manejar el timón por sí misma. Lexie había agrandado mucho los ojos y, por fin, las comisuras de su boca habían esbozado una sonrisa, pero no había dicho nada.
Cuando la dejó en la parte delantera de su casa dos horas después de recogerla, el estado de ánimo de Tom era similar a los nubarrones que se estaban formando con rapidez en el cielo. No conocía a la niña con la que había pasado la tarde, aquélla no era su Lexie. Su Lexie sonreía y se reía tontamente sin dejar de hablar por los codos.
Apenas había detenido el Range Rover y _____ ya estaba fuera de su casa caminando hacia ellos. Llevaba puesto un vestido suelto de encaje que revoloteaba alrededor de sus tobillos cuando se movía y se había recogido el pelo en un moño alto.
Una niña que estaba en el patio de enfrente llamó a Lexie y agitó frenéticamente una Barbie de largo cabello rubio.
—¿Quién es? —preguntó Tom mientras ayudaba a Lexie a desabrocharse el cinturón de seguridad.
—Amy —contestó ella, abrió la puerta, y saltó fuera del todoterreno—. ¿Mamá, puedo ir a jugar con Amy? Tene una Barbie Sirena nueva, que quiero que veas porque es exactamente la que yo quiero.
_____ observó a Tom que estaba rodeando el Range Rover. Sus ojos se encontraron brevemente antes de mirar a su hija.
—Va a llover.
—Por favor —imploró, botando arriba y abajo como si tuviera un resorte en los talones—. ¿Sólo unos minutos?
—Quince minutos. —_____ agarró a Lexie por el hombro antes de que pudiera irse corriendo—. ¿Qué se le dice a Tom?
Lexie se paró y lo miró a la altura del estómago.
—Gracias, Tom —dijo prácticamente en un susurro—. Lo he pasado bien.

Nada de besos. Ni «te quiero papá». No había esperado amor y afecto tan pronto, pero mientras miraba a la coronilla de Lexie, supo que tendría que esperar bastante más de lo que pensaba.
—Tal vez la próxima vez vayamos al Key Arena y así verás dónde trabajo —al ver que su idea no era bien recibida añadió—: o podemos ir a la alameda. —Tom odiaba la alameda, pero por ella haría cualquier cosa.
Lexie frunció los labios.
—De acuerdo —dijo, luego caminó hacia el bordillo, miró a ambos lados de la carretera y, al ver que no se acercaba ningún coche, cruzó—. Oye, Amy —gritó—, adivina qué hice hoy. Me subí a un barco y paseamos hasta Gas Works Park, y vi un pez enorme que saltaba fuera del agua y Tom intentó cogerlo. Tom tene una cama y una nevera en su barco, y además me dejó manejar el timón un ratito.
Tom observó a las dos niñitas caminar hacia la puerta principal de la casa de Amy, luego se giró hacia _____.
—¿Qué le has hecho?
Ella levantó la mirada hacia él y juntó las cejas.
—No le he hecho nada.
—Y una mierda. No es la misma Lexie que conocí en junio. ¿Qué le has dicho? -Ella clavó los ojos en él durante unos momentos antes de sugerir:
—Entremos.
Él no quería entrar. No quería tomar té y discutir las cosas racionalmente. No quería cooperar con ella. Estaba furioso y quería gritar.
—Estamos bien aquí.
—Tom, no pienso tener esta conversación contigo en el césped de delante de mi casa.

Él le devolvió la mirada, luego hizo un gesto para que ella lo guiara. Mientras la seguía rodeando la casa, mantuvo la mirada en su nuca deliberadamente. No quería notar cómo se movía. En el pasado siempre había apreciado cómo el movimiento de sus caderas hacía que el vuelo de sus vestidos revolotease. Ahora no estaba de humor para apreciar nada referente a ella. La siguió hasta el patio trasero donde destacaba el color pastel, un calidoscopio
femenino típico de _____. Las flores se agitaban con la brisa de la tormenta que se estaba formando mientras un aspersor giratorio regaba la hierba cubierta de flores blancas y azules. Un carrito de plástico, que reconoció de la primera vez que había visto a Lexie, estaba al lado de una carretilla. Ambos estaban cargados con maleza y flores muertas. Cuando recorrió el patio con la mirada, se sintió herido por el contraste entre sus casas. La de _____ tenía un patio y un columpio, un jardín de flores y un césped que necesitaba ser segado. Ella vivía en una calle donde un niño podía montar en bicicleta y donde la acera era lisa para que Lexie patinara. Lo que Tom pagaba por atracar la casa flotante en el puerto era casi lo mismo que _____ pagaba por la hipoteca. Él tenía una gran vista y una casa enorme, cierto, pero no era un hogar de verdad. No como éste. No tenía jardín, ni patio, ni una acera lisa.
«Aquí vive una familia», pensó él, mientras veía cómo _____ cerraba la
espita de agua que estaba detrás de las flores de lavanda. «Su familia. No. No, su familia no. Su hija».
—Antes que nada —comenzó _____, enderezándose—, nunca me acuses de hacer o decir nada que lastime a Lexie. Es cierto que no me gustas, pero nunca he dicho nada malo sobre ti delante de mi hija.
—No te creo.
_____ se encogió de hombros y luchó por mantener una calma que no sentía. Notaba el estómago revuelto mientras que Tom permanecía impasible delante de ella con tan buen aspecto que daban ganas de comérselo con una cuchara. Había pensado que podría estar cerca de él y manejarlo, pero ahora ya no estaba tan segura.
—No me importa lo que creas.
—¿Por qué no habla conmigo como lo hacía antes?
Ella podía darle una explicación, pero ¿por qué molestarse? ¿Por qué debería ayudarle a apartar a su hija de ella?
—Dale tiempo.
Tom negó con la cabeza.
—El día que la conocí hablaba sin parar. Ahora que sabe que soy su padre, apenas dice palabra. No tiene sentido.
Pero sí lo tenía para _____. La única vez que se había encontrado con su madre había sentido terror a que la rechazara y no había sabido qué decirle a Mary Jean. _____ tenía veinte años en aquel entonces y sólo podía imaginar cómo se sentiría una niña. Lo que le pasaba a Lexie era que no sabía qué decirle a Tom y le daba miedo ser ella misma.
Tom apoyó su peso en un pie y ladeó la cabeza.
—Has debido de contarle un montón de mentiras sobre mí. Sabía que estabas resentida, pero no pensé que llegarías a esto.
_____ se rodeó la cintura con los brazos y contuvo el dolor. Que tuviera una opinión tan baja sobre ella le hacía daño aunque no debería ser así.
—No eres quien para hablarme de mentiras. Nada de esto hubiera ocurrido si no hubieras mentido sobre lo de contratar a un abogado. Tú eres el mentiroso y encima eres un deportista lascivo. Pero ninguna de esas razones es suficiente para que le diga a Lexie cosas malas de ti.
Tom se balanceó sobre los talones y la miró con los ojos entornados.
—Ahh... ahora estamos llegando al quid de la cuestión. Estás cabreada por lo que pasó en el sofá.
_____ confió en que no se le encendieran las mejillas, pero podía sentirlas tan enrojecidas como las de una chica de secundaria.
—¿Estás insinuando que por lo que sucedió entre nosotros trato de poner a mi hija en tu contra?
—Caramba, no insinúo nada. Te lo estoy diciendo sin rodeos. Estás disgustada porque no te envié flores o alguna chorrada por el estilo. No sé, quizá te despertaste a la mañana siguiente queriendo otro polvo rápido en la ducha y como no estaba allí para dártelo te pusiste hecha una furia.
_____ ya no pudo contener más el dolor y estalló.
—O tal vez estaba asqueada por haber dejado que me tocaras. -Él le dirigió una sonrisa ladina.
—No estabas asqueada. Estabas caliente. No tenías bastante.
—Te sobrevaloras —se mofó _____—. No fuiste tan memorable.
—Chorradas. ¿Cuántas veces lo hicimos? —preguntó, luego sostuvo en alto un dedo y contó—. En el sofá. —Hizo una pausa para levantar otro dedo—. En el futón del altillo con las estrellas iluminando tus senos desnudos. —Tres dedos—. En el jacuzzi con toda esa agua caliente golpeando nuestros culos y derramándose en el suelo. Tuve que quitar la alfombra al día siguiente para que no se pudriera en el suelo. —Sonrió y sostuvo en alto un cuarto dedo—. Contra la pared, en el suelo y en mi cama, lo cual cuento como una sola porque sólo me corrí una vez. Sin embargo, creo que tú te corriste más veces.
—¡No lo hice!
—Lo siento. Supongo que lo confundo con la primera vez en el sofá.
—Te has pasado demasiado tiempo en los vestuarios —le dijo apretando los dientes—. Un hombre de verdad no tiene por qué hablar sobre su vida sexual.
Él se acercó un paso más.
—Muñeca, por la forma en que te comportaste en mi cama diría que soy el único «hombre de verdad» que conoces.
Todo lo que ella le decía parecía rebotar contra su duro pecho mientras que las palabras de Tom le estaban rompiendo el corazón. No iba a ganar, así que se esforzó por parecer aburrida.
—Si tú lo dices Tom...
Él se movió hasta que sólo los separaron unos centímetros y una sonrisa insolentemente presuntuosa le curvó los labios.
—Si me lo pides de buenas maneras, puedo dejarte pulir mi stick. —Acercó su cara más a la de ella y preguntó con voz sedosa—: ¿Quieres manejar tú el Zamboni?
_____ aguantó el tipo y lo miró con fijeza. Esta vez no iba a perder los nervios y a insultarle hasta quedarse sin respiración como en Oregón. Alzó la barbilla un poco y le dijo con un acento sureño llena de censura:
—Te estás poniendo en ridículo.
Él entrecerró los ojos.
—Y puede que si fueras un poquito más amable cuando estás vestida, ya estarías casada a estas alturas.
Lo mismo de siempre, Tom invadía todo el espacio. Tomaba todo su aire, pero logró llenar sus pulmones con el aire lleno del olor de su piel y su aftershave.
—¿Y eres tú el que me aconsejas a mí? Si te casaste con una stripper cuando estabas borracho.
Él echó la cabeza hacia atrás de repente y retrocedió un paso. Ella podía deducir por su mirada que sus palabras finalmente habían dado en el blanco.
—Cierto —dijo él—. Realmente siempre me he comportado como un pelele ante un par de tetas grandes. —Giró la muñeca y se miró el reloj—. No me lo he pasado tan bien desde que me rompí el tobillo en Detroit, pero ahora tengo que irme. Estaré de regreso el sábado para recoger a Lexie. Tenla lista a las tres. —Apenas le dirigió otra mirada mientras se iba.
_____ se llevó una mano a la garganta y le vio caminar hacia la puerta de atrás. Ella había ganado. Finalmente había vencido a Tom. No sabía como lo había hecho, pero definitivamente había pateado ese enorme ego.
Sintió una opresión en el pecho y se dirigió a la escalera del porche posterior de la casa para sentarse en el último escalón.
Sí, había ganado, pero ¿por qué no se sentía mejor?


Capítulo 45
—Ésta sí que es gorda —masculló Mae mientras se llevaba el Kahlua con crema hasta los labios y bebía un sorbo. Una brillante sandalia negra colgaba precariamente de los dedos de su pie derecho mientras lo balanceaba. Por encima del borde del vaso observó el Chevy que pasaba lentamente por delante de ella traqueteando y expulsando un montón de humo negro. Agitó la mano delante de la cara y se preguntó si no habría sido un error sentarse en la terraza. Desde esa mesita tenía una vista muy clara de cualquiera que se dirigiera hacia la barra del antiguo bar de jazz. El flujo melodioso del saxofón se deslizaba a través de las puertas abiertas y llenaba el oscuro atardecer del centro de la ciudad. Alrededor de ella, las parejas hablaban de lo mismo que la mayoría de los habitantes de Seattle: lluvia, café y Microsoft.
Volvió a poner la bebida en la mesa y echó un vistazo al reloj.
—No viene —se dijo a sí misma mientras se calzaba con brusquedad la sandalia. Era viernes por la noche. Y, para variar, no había tenido que trabajar, pero parecía que se había pintado los labios y los ojos para nada. Incluso se había puesto un vestido. Un bonito vestido negro sin absolutamente nada debajo. Se estaba congelando y su último amante, Ted, era el sujeto que no daba señales de vida.
Probablemente lo habría retenido su esposa, pensó, cogiendo el bolso.
Normalmente no llevaba bolso, pero esa noche no tenía dónde llevar el dinero; ni siquiera en la ropa interior. Cogió un billete de diez y lo dejó sobre la mesa. No iba a esperarlo más. No estaba tan desesperada.
—Hola, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?
Mae levantó la mirada y abrió la boca para decirle al moscón que se esfumara. Pero en vez de eso frunció el ceño y dijo:
—Y pensar que creía que la noche no podía ir peor.
Hugh Miner se rió y se dirigió a los hombres que iban con él.
—Seguid adelante —dijo, cogiendo una silla de la mesa de Mae—, me reuniré con vosotros en un momento.
Mae observó cómo rodeaba la mesa y agarró el bolso.
—Ya me iba.
—Puedes quedarte y tomar una copa, ¿no?
—No.
—¿Por qué no?
«Porque me estoy congelando», pensó.
—¿Por qué iba a querer hacerlo?
—Porque invito yo.
Las copas gratis nunca habían sido un incentivo para Mae, pero justo en ese momento una camarera pelirroja se acercó a la mesa y comenzó a hacer el tonto. Gorgojeó, se restregó contra el hombro de Hugh y, en resumen, hizo de todo menos ponerse de rodillas para hacerle una mamada. Era bonita, con grandes ojos azules y un cuerpo precioso, le pidió a Hugh un autógrafo, pero para su sorpresa él declinó.
—Pero te diré que haremos, Mandy —le dijo a la camarera—. Si me traes una caña y... —se interrumpió y fijó la mirada en Mae—. ¿Qué estás bebiendo? — preguntó.
Ella no podía irse. No ahora. No cuando Mandy la estaba fulminando con los ojos. Las mujeres nunca estaban celosas de Mae Heron.
—Kahlua con crema.
—Si me traes una caña y una Kahlua con crema, te estaría realmente agradecido —terminó.
—¿Cómo de agradecido?
Ella miró alrededor, luego se apoyó en él y le susurró al oído. Hugh se rió por lo bajo.
—Mandy —le dijo—, de verdad que no estoy interesado y eso que me estás proponiendo está prohibido por la Ley en algunos estados. Aunque he venido con Dmitri Ulanov que es extranjero y no sabe que podrían arrestarlo por eso que sugieres. Quizá acepte tu oferta.
Cuando ella se rió y se marchó, Hugh se reclinó en el asiento y fijó la mirada en el trasero de Mandy.
—Creía que no estabas interesado —le recordó Mae.
—No hay nada malo en mirar —dijo, centrando la atención en Mae—, pero no es tan bonita como tú.
Mae estaba segura de que él decía eso a todas las mujeres que conocía y no se sintió halagada.
—¿Qué quería hacer contigo?
Hugh negó con la cabeza y sus ojos avellana brillaron.
—Pues no sabría decirte.
—¿Siempre eres tan discreto?
—Sí. —Se quitó la cazadora de cuero y se la pasó por encima de la mesa. Sus hombros parecían muy anchos bajo la camisa de colores.
—¿Se me ve la piel de gallina desde ahí? —preguntó mientras aceptaba agradecida la cazadora. Le quedaba enorme y la sintió caliente sobre los hombros. Y tenía el olor almizcleño de ese hombre.
Él sonrió.
—Tus montículos son notables, sí.
Mae no tuvo que preguntar de qué montículos hablaba, ella ya los había sentido tensarse antes y había pasado vergüenza.
—¿Qué contestas a mi pregunta? —le preguntó.
—¿Qué pregunta?
—¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?
—¿Como yo?
—Sí. —Él sonrió—. Dulce. Encantadora. Supongo que atraerás a un montón de hombres con esa personalidad tuya tan cálida.
Ella no creyó que estuviera siendo gracioso.
—¿Quieres saber de verdad por qué estoy aquí?
—Por eso pregunté.
Podía mentir o inventarse algo. Pero al final decidió impresionarlo con la verdad. Se remangó los puños de la chaqueta y se apoyó en la mesa.
—Espero a mi amante casado, vamos a tener sexo duro toda la noche en el Marriott.
—¡Joder!
Lo había dejado anonadado, bien. Ahora sería de esperar que le largara un rollo sobre la integridad, un hombre que sospechaba que llevaría a la quiebra al Departamento de Moralidad.
—¿Toda la noche?
Decepcionada por esa reacción, ella se reclinó.
—Bueno, íbamos a tener sexo duro, pero no ha aparecido. Supongo que no pudo escaparse.
La camarera se acercó para dejar las bebidas en la mesa. Cuando colocó la cerveza de Hugh delante de él, le susurró algo al oído. Él negó con la cabeza y buscó la cartera en el bolsillo trasero de los pantalones, luego le dio dos billetes de cinco.
La camarera apenas se había alejado cuando Mae preguntó:
—¿Qué quería esta vez?
Hugh se llevó la cerveza a los labios y tomó un largo trago antes de posarla con suavidad sobre la mesa.
—Saber si Tom iba a aparecer esta noche.
—¿Y vendrá?
—No, pero aunque estuviera aquí, ella no es su tipo. -Mae tomó un sorbo de su bebida.
—¿Y cuál es su tipo? -Hugh sonrió.
—Tu amiga.
Cuando él sonreía y se le iluminaban los ojos de esa manera, Mae podía entender por qué algunas mujeres lo encontraban tan atractivo.
—¿_____?
—Sí. —Rodeó el cuello de la botella con los dedos—. A él le gustan las mujeres como ella. Siempre ha sido así. Si no fuera así, no lo estaría pasando tan mal. Lo ha dejado destrozado.
Mae casi se atragantó con la bebida. Se lamió el licor de café del labio y murmuró:
—¿Que lo ha dejado destrozado? _____ es una persona estupenda y él ha convertido su vida en un infierno.
—Yo de eso no sé nada. Sólo conozco la versión de Tom, bueno, la verdad es que él no habla de su vida con nadie, pero sé que cuando se enteró de la existencia de Lexie se quedó helado. Estuvo unos días tenso y con los nervios de punta. Sólo hablaba de ella. Canceló un viaje a Cancún que llevaba meses preparando y pasó también de la Copa Mundial. En vez de eso invitó a Lexie y a _____ a su casa de Oregón.
—Sólo porque quería conseguir con mentiras que _____ confiara en él para joderla bien jodida, en los dos sentidos.
Él se encogió de hombros.
—No sé lo que sucedió en Oregón, pero tiene sentido lo que tú estás insinuando.
—Y sobre eso de que él está herid....
—¿Mae? —Les interrumpió una voz masculina. Ella se giró a la izquierda y alzó la mirada para encontrarse a Ted que estaba de pie al lado de la mesa—. Siento el retraso, pero he tenido problemas para llegar a tiempo.
Ted era bajo y delgado y Mae se fijó por primera vez que llevaba los pantalones muy subidos. Parecía muy enclenque al lado del pedazo de hombre sentado al otro lado de la mesa.
—Hola, Ted —lo saludó Mae y luego le presentó a Hugh—. Éste es Hugh
Miner.
Ted sonrió y le tendió la mano al conocido portero.
Hugh ni sonrió ni le dio la mano a Ted. Se levantó y miró fijamente al hombre de menor tamaño.
—Sólo voy a decírtelo una vez —dijo con voz calmada—. Vete al infierno o te daré una paliza.
La sonrisa de Ted y su mano cayeron al mismo tiempo.
—¿Qué?
—Si te acercas a Mae otra vez, te golpearé hasta que no seas más que un muñón ensangrentado.
—¡Hugh! —jadeó Mae.
—Luego cuando tu esposa vaya al hospital para identificar tu cuerpo — continuó—, le contaré por qué tuve que patearte el culo.
—¡Ted! —Mae se puso de pie colocándose entre los dos hombres—. Está mintiendo. No te va a hacer daño.
Ted pasó la mirada de Hugh a Mae, luego sin decir ni una palabra se giró sobre los talones y prácticamente corrió calle abajo. Mae soltó la chaqueta de Hugh en la mesa y se acercó a él. Cerrando el puño comenzó a darle puñetazos en el pecho.
—¡Eres un matón! —Las personas que estaban sentadas cerca comenzaron a mirarla, pero no le importó.
—Ay. —Él levantó la mano y se frotó el pecho—. Para ser tan poca cosa, pegas bastante fuerte.
—¿Qué te pasa? Era mi cita —se enfureció Mae.
—Sí, y deberías estarme agradecida. Qué gusano.
Ella sabía que Ted era un poco gusano, pero era un gusano atractivo. Además había tardado tres meses en encontrarlo y ni siquiera lo había catado. Cogió el bolso de la mesa y miró al final de la calle. Si se apuraba, aún podría alcanzarlo. Cuando se estaba marchando, sintió que unos dedos le apretaban el brazo con fuerza.
—Deja que se vaya.
—No. —Mae trató de liberar el brazo, pero no pudo—. Maldito seas —juró mientras veía desvanecerse la última posibilidad de alcanzar a Ted—. Seguro que ya no me llamará más.
—Seguro que no.
Ella frunció el ceño ante la cara de risa de Hugh.
—¿Por qué lo has hecho? -Él se encogió de hombros.
—No me gustó.
—¿Qué? —Mae se rió sin humor—. ¿Y a quién le importa si te gusta a ti o no? No necesito tu aprobación.
—No es el hombre que necesitas.
—¿Cómo lo sabes? -Él le sonrió.
—Porque te aseguro que ese hombre soy yo.
Esta vez la risa de Mae sonó divertida.
—Debes de estar bromeando.
—Estoy hablando en serio. -No lo creyó.
—Eres exactamente el tipo de hombre con el que no salgo nunca.
—¿Qué tipo?
Ella se miró el brazo que él sujetaba con fuerza.
—El de los machotes musculosos y egocéntricos. Hombres que creen que pueden mangonear a los que son más pequeños y débiles que ellos.
Hugh le soltó el brazo y cogió la chaqueta de la mesa.
—No soy un egocéntrico y no trato mal a la gente.
—¿En serio? ¿Y qué es lo que acaba de pasar con Ted?
—Ted no cuenta —puso la chaqueta sobre los hombros de Mae otra vez—, pero seguro que él sí tiene el síndrome ese de los que mangonean a los débiles y pequeños. Seguro que golpea a su mujer.
Mae lo miró ceñudamente ante tan escandalosa suposición.
—¿Y qué pasa conmigo?
—¿Contigo?
—A mí me tratas mal.
—Cariño, tú sí que me tratas como si fueras un martillo de demolición.
Le subió el cuello de su cazadora hasta la barbilla y le puso las manos sobre los hombros.
—Y creo que te gusto más de lo que quieres admitir.
Mae le recorrió con la mirada y cerró los ojos. Esto no podía estar pasando.
—Ni siquiera me conoces.
—Sé que eres hermosa y que pienso todo el tiempo en ti. Me siento muy atraído por ti, Mae.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Por mí? —Los hombres como Hugh no se sentían atraídos por mujeres como ella. Era un as del deporte. Y ella era una chica de pecho plano demasiado flaca que no había tenido ni una cita hasta después del bachillerato—. No tiene gracia.
—No creo que la tenga. Me gustaste desde la primera vez que te vi en el parque. ¿Por qué crees que te he estado llamando?
—Pensé que te iba eso de acosar a las mujeres. -Él se rió.
—No. Sólo a ti. Tú eres especial.
Por un momento Mae se permitió creerlo. Por un momento se sintió halagada por las atenciones de ese gran deportista, pero no tenía intención de salir con él. El momento duró hasta que recordó cómo se había metido con ella la primera vez que se habían visto.
—Eres realmente imbécil —dijo ella.
—Espero que me des la oportunidad de hacerte cambiar de idea. -Ella le agarró la muñeca.
—Te aseguro que no tiene gracia.
—Nunca pensé que fuera gracioso. Normalmente soy yo quien rechazo a las mujeres. Nunca me había sentido atraído por alguien que me odiara.
Estaba tan serio que casi le creyó.
—Yo no te odio —confesó.
—Bueno, eso es un principio, creo. —Él deslizó las manos de los hombros al cuello de Mae y le inclinó la barbilla con los pulgares—. ¿Todavía tienes frío?
—Un poco. —El calor de esas manos en la garganta se extendió hasta su vientre. Estaba sorprendida y algo pasmada ante esa reacción.
—¿Quieres que cojamos las bebidas y entremos? -La sorpresa se transformó en confusión.
—Quiero ir a casa.
La decepción asomó en la mueca que esbozó Hugh y movió las manos a la parte superior de sus brazos.
—Te acompañaré al coche.
—Vine en taxi.
—Entonces te llevo a casa.
—De acuerdo, pero no te invitaré a entrar —dijo ella. Había mujeres que la podían considerar promiscua, pero todavía tenía sus reglas. Hugh Miner era guapo y tenía éxito, pero, aunque se comportaba como un perfecto caballero, no era su tipo.
—Eso depende de ti.
—Te lo digo en serio. No puedes entrar.
—Vale. Si quieres, te prometo que ni siquiera me bajaré de la moto.
—¿Moto?
—Bueno, vine en la Harley. Te va a encantar. —Le pasó el brazo sobre los hombros y se dirigieron hacia la entrada del bar—. Antes tengo que buscar a Dmitri y a Stuart para decirles que me marcho.
—No puedo montar contigo en una moto.
Se detuvieron en la entrada y dejaron pasar a un grupo delante.
—Claro que puedes. No dejaré que te caigas.
—No estoy preocupada por eso. —Ella lo miró a la cara iluminada por la luz anaranjada de la bombilla que había encima de la puerta—. Es que no llevo ropa interior.
Él se quedó helado durante unos segundos, luego sonrió.
—Bueno, quién lo iba a decir. Ya tenemos algo en común. Yo tampoco.

..*..

Tom siguió a Caroline Foster Duffy a través del pasillo de la gran casa de Virgil, en Bainbridge. Tenía el cabello rubio con hebras grises y unas pequeñas arrugas habían aparecido en las comisuras de sus ojos. Era una de esas mujeres lo suficientemente afortunadas como para madurar con gracia y sabiduría. Tenía la sabiduría de no luchar contra la edad ni con un tinte azul ni con cirugía plástica y la gracia para mantenerse bella a los sesenta y cinco años.
—Virgil te está esperando —dijo mientras atravesaban el comedor. Se detuvo ante una puerta de doble hoja de caoba y miró a Logan con la preocupación brillando en sus marrones claro—. Voy a tener que pedirte que tu visita sea lo más corta posible. Sé que Virgil te llamó para verte esta noche, pero lleva un par de días trabajando más duro de lo normal. Está cansado, pero no descansa. Sé que le pasa algo, aunque no me dice qué es. ¿Sabes que puede ser? ¿Es algo del equipo?
—No lo sé —contestó Tom. Estaba en el segundo año de un contrato de tres y no tenía que preocuparse de las negociaciones hasta el año siguiente, así que dudaba que Virgil le hubiera llamado para discutir sobre su contrato. Y además, no se ocupaba de las negociaciones en persona, pagaba a una agencia de representantes deportivos para que se encargaran de sus asuntos profesionales.
—Creí que quería hablarme de los futuros fichajes —dijo, aunque pensaba que el deseo de Virgil de hablar con él en persona resultaba extraño, sobre todo, un viernes por la noche.
Caroline frunció el ceño antes de darse la vuelta para abrir la puerta del estudio.
—Ha llegado Tom—le anunció, entrando en el despacho de Virgil. Tom la siguió a una habitación decorada con cuero y madera color cereza, esculturas de pescadores japoneses y litografías de Currier e Ives. Las diferentes texturas daban impresión de riqueza y buen gusto—. Pero sólo le dejo quedarse media hora — continuó Caroline—. Luego lo acompañaré a la puerta para que puedas descansar.
Virgil levantó la vista de los papeles dispersos por el escritorio.
—Cierra la puerta al salir —fue lo que le respondió a su esposa.
Ella no dijo nada, pero apretó los labios en una delgada línea al salir de la habitación.
—¿Por qué no te sientas? —Virgil le señaló una silla en el lado contrario del escritorio.
Tom escrutó la cara del anciano, y supo por qué lo había llamado. La amargura y la fatiga habían hecho aparecer unas grandes ojeras bajo los ojos de Virgil. En ese momento aparentaba los setenta y cinco años que tenía. Tom se sentó en un sillón de cuero y esperó.
—El otro día parecías genuinamente sorprendido de ver a _____ Howard en televisión.
—Lo estaba.
—¿No sabías que hacía un programa aquí en Seattle?
—No.
—¿Cómo es eso, Tom? Sé de buena tinta que os conocéis bien.
—Parece que, por lo que se ve, no nos conocemos tanto —contestó Tom, preguntándose qué sabía Virgil exactamente.
Virgil cogió una hoja de papel y se la pasó por encima del escritorio.
—Este papel dice que estás mintiendo.
Tom tomó el documento y rápidamente examinó la copia de la partida de nacimiento de Lexie. Aparecía como el padre de Lexie, algo que lo complacía, pero no le gustaba que husmearan en su vida personal. Lanzó el papel encima del escritorio y se enfrentó a la mirada de Virgil.
—¿Dónde has obtenido esto?
Virgil agitó la mano para quitarle importancia a la pregunta de Tom.
—¿Es verdad?
—Sí, lo es. ¿Dónde lo has conseguido? -Virgil encogió los hombros.
—Contraté a alguien para investigar un poco a _____ e imagina mi sorpresa cuando vi tu nombre. —Sostuvo en alto varios documentos legales junto con la aceptación de Tom de su paternidad. Virgil no se los entregó, pero no necesitaba hacerlo. Tom tenía una copia en casa—. Al parecer has tenido una niña con _____.
—Eso ya lo sabías, ¿por qué no te dejas de sandeces y vas al grano? -Virgil soltó los papeles.
—Ésa es una de las cosas que siempre me han gustado de ti, Tom. No te andas por las ramas. —Y sin apartar la mirada, preguntó—: ¿Tuviste relaciones sexuales con mi novia antes o después de que me dejara plantado en el altar haciéndome parecer un viejo tonto y ridículo?

Si bien a Tom no le gustaba que husmearan en su pasado o en su vida personal, en esa ocasión pensaba que la pregunta de Virgil era algo justo. Lo respetaba lo suficiente para creer que merecía una respuesta.
—Conocí a _____ después de que abandonara la boda. Nunca la había visto antes; salía de la casa cuando yo me iba y me pidió que la llevara. No llevaba vestido de novia y no sabía quién era. 
-Virgil se recostó en la silla.
—Pero lo averiguarías en algún momento.
—Sí.
—Y a pesar de saberlo, te acostaste con ella. -Tom frunció el ceño.
—Obviamente. —Tal y como estaban las cosas, le había hecho a Virgil un gran favor llevándose a _____ de la boda. Ella podía ser muy mezquina y Tom no creía que Virgil se tomara nada bien que le dijeran que no era memorable en la cama. No como Tom. Virgil estaba mejor sin ella. Ella podía conseguir que un hombre se sintiera ardiente y duro para luego hacerlo avergonzarse de sí mismo al recordarle con aquella voz dulce y afilada su segundo matrimonio con una stripper. Era muy cruel, de eso no tenía ninguna duda.
—¿Cuánto tiempo fuisteis amantes?
—No demasiado. —Conocía a Virgil y sabía que no le había llamado para oír los detalles jugosos—. Déjate de rollos y ve al grano.
—Eres un jugador de hockey condenadamente bueno y nunca me ha importado dónde metes la polla. Pero cuando jodiste a _____ me jodiste a mí.
Tom se levantó y durante un segundo consideró saltar sobre el escritorio y golpear a Virgil hasta hacerle perder el sentido. Si no hubiera sido tan mayor, lo hubiera hecho. _____ era la mujer más seductora y ardiente con la que había estado, pero no era una mujer para follar y olvidar. Era mucho más que eso para él y no merecía que hablaran de ella como si fuera basura. A duras penas reprimió la cólera.
—Todavía no has ido al grano.
—Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a _____. Pero no puedes tener las dos cosas.
A Tom no le gustaba que lo amenazaran más de lo que le gustaba que se metieran en su vida.
—¿Estás amenazándome con un traspaso?
Virgil estaba mortalmente serio cuando le dijo:
—Sólo si me fuerzas a hacerlo.
Tom consideró decirle a Virgil que se fuera a la mierda y darle una patada en su viejo culo arrugado. Cinco meses antes lo hubiera hecho. Aunque a Tom le encantaba jugar en los Chinooks y no se veía jugando en otro equipo, no respondía bien a las amenazas. Pero ahora tenía demasiado que perder. Acababa de descubrir que tenía una hija y le acababan de dar la custodia compartida.
—_____ y yo tenemos una hija, así que tal vez deberías aclararme qué entiendes por «tener».
—Puedes ver a tu hija todo lo que quieras —comenzó Virgil—. Pero no toques a la madre. No salgas con ella. No te cases con ella, o tú y yo tendremos problemas.
Si Virgil le hubiera amenazado así hacía un año o tan sólo unos meses atrás, lo más probable era que hubiera forzado un traspaso. Pero ¿cómo podía ejercer de padre con Lexie si tenía que mudarse a Detroit, a Nueva York o incluso a Los Angeles? ¿Cómo podía ver crecer a Lexie si no vivían en el mismo estado?
—Demonios, Virgil —dijo, observándolo—, no sé quién desagrada más al otro, si _____ a mí o yo a ella. Si me lo hubieras preguntado la semana pasada, te podrías haber ahorrado preocupaciones y me hubieras ahorrado el paseito hasta aquí. Quiero a _____ lo mismo que a un grano en el culo y ella me quiere aún menos.
Los ojos cansados de Virgil llamaron a Tom mentiroso.
—Tú recuerda lo que te he dicho.
—No soy propenso a olvidar. —Tom lo miró por última vez, luego se giró y salió de la habitación.
Salió de la casa con el ultimátum de Virgil resonando en sus oídos. «Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a _____. Pero no puedes tener las dos cosas».
Esperó el transbordador durante quince minutos y cuando llegó a su casa
flotante, lo absurdo de la amenaza de Virgil hizo que esbozara una sonrisa. Suponía que el viejo pensaba que había encontrado la venganza perfecta. Y lo podría haber sido, pero Tom y _____ ni siquiera podían tolerar estar juntos en la misma habitación. Forzarlos a estar juntos habría sido un castigo más apropiado.


Timbres, campanas, gritos, rechinar de llantas y vasos rotos resonaron en los oídos de Tom mientras veía cómo Lexie chocaba con violencia contra árboles, se subía a las aceras y atropellaba a los peatones.
—Soy bastante buena —gritó ella por encima de ese caos.
Clavó la vista en la pantalla delante de Lexie y sintió que empezaban a palpitarle las sienes.
—Ten cuidado con esa señora mayor —le advirtió demasiado tarde. Lexie la atropello haciéndola volar por los aires.
A Tom no le gustaban demasiado ni los videojuegos ni las salas de juegos. No le gustaban los centros comerciales, prefería comprarse lo que necesitaba por correo, y tampoco solía ir a ver películas de dibujos animados. La partida terminó y Tom giró la muñeca para mirarse el reloj.
—Ya es hora de irnos.
—¿Gané, Tom? —preguntó Lexie, señalando la puntuación en la pantalla. En el dedo medio, llevaba puesto un anillo de plata con filigranas que le había comprado en una joyería del Pike Place Market, y en el asiento junto al de ella estaba el gato de cristal que le había comprado en otra tienda. La parte de atrás del Range Rover estaba cargada de juguetes y sólo estaban matando el tiempo antes de que él y Lexie entraran en el cine para ver El jorobado de Notre Dame.
Estaba tratando de comprar el amor de su hija. Era tenaz. Y no le importaba. Le
compraría cualquier cosa, se pasaría horas en docenas de salas de juegos o viendo películas de Disney, si con ello conseguía que su hija lo llamara «papá» una sola vez.
—Casi ganaste —mintió, tomándola de la mano—. Coge el gato —añadió; luego
se dirigieron a la salida de la sala de juegos. Haría cualquier cosa por tener delante de él a la antigua Lexie.
Cuando la había recogido antes en su casa, la había encontrado en la puerta sin huella de sombras o coloretes. Era sábado, y si bien prefería verla sin maquillaje, estaba tan desesperado por que volviera a ser la niña que había conocido en junio que le había sugerido que se pusiera un poco de brillo en los labios. Ella había declinado la sugerencia con una sacudida de cabeza.
Podría haber intentado hablar con _____ de nuevo sobre el inusual comportamiento de Lexie, pero no estaba en casa cuando fue a buscar a la niña. Según la canguro, que llevaba un piercing en el lado derecho de la nariz, _____ estaba trabajando, pero volvería a casa antes de que él regresase con Lexie.
Tal vez podría hablar con _____ más tarde, pensó mientras se dirigían al cine. Quizá por una vez, podrían comportarse como adultos razonables para poder decidir qué era más conveniente para su hija,. Sí, quizá podrían. Pero había algo en _____ que hacía aflorar sus peores instintos y el deseo de enfrentarse a ella.
—¡Mira! —Lexie se paró bruscamente y clavó la mirada en el escaparate de la
tienda de enfrente. Detrás del cristal varios gatitos con rayas rodaban como pelotas peludas y se perseguían alrededor de un rascador en forma de poste. Eran unos seis gatos recién nacidos y ella los observaba maravillada, Tom atisbo un vislumbre de la niñita que le había robado el corazón en Marymoor Park.
—¿Quieres entrar y echar un vistazo rápido? —le preguntó.
Lo miró como si hubiera sugerido un delito grave.
—Mamá dice que yo no... —Se interrumpió y le dedicó una sonrisa—. Vale. Entraré contigo.
Tom abrió la puerta de la tienda de animales para dejar entrar a su hija. La tienda estaba vacía con excepción de una vendedora que escribía algo en una libreta detrás del mostrador.
Lexie le pasó a Tom el gato de cristal que le había comprado, luego caminó hacia la jaula y se detuvo delante. Metió la mano dentro y movió los dedos. De inmediato, un atigrado gato amarillo la agarró y le envolvió su pequeño cuerpo peludo alrededor de la muñeca. Ella se rió tontamente y levantó el gatito a su pecho.
Tom metió la figura de cristal en el bolsillo de la pechera de su polo azul y verde, y luego se arrodilló al lado de Lexie. Rascó al gatito entre las orejas y con los nudillos rozó la barbilla de su hija. No sabría decir qué era más suave.
Lexie lo miró tan emocionada que apenas se podía contener.
—Me encanta Tom.
Él tocó la pequeña oreja del gatito y volvió a acariciar la barbilla de Lexie.
—Me puedes llamar papá —le dijo, conteniendo el aliento.
Los grandes ojos marrones de Lexie parpadearon una vez, dos veces, luego ella escondió una sonrisa en la parte superior de la cabeza del gatito. Apareció un hoyuelo en su pálida mejilla, pero no dijo ni una sola palabra.
—Todos esos gatitos ya están vacunados —anunció la vendedora desde atrás de Tom.

Tom se miró la punta de las deportivas mientras la decepción le embargaba el corazón.
—Sólo estamos mirando —le dijo mientras se levantaba.
—Les puedo dejar ese gatito atigrado por cincuenta dólares. Es una ganga.

Tom creía que con la obsesión de Lexie por los animales si _____ hubiera querido que tuviera uno, ya se lo habría comprado.
—Su madre probablemente me mataría si aparece en casa con un gatito.
—¿Y un perrito? Justo acaba de llegarme un pequeño dálmata.
—¿Un dálmata? —Lexie los oyó—. ¿Tenes un dálmata?
—Venid por aquí. —La vendedora apuntó hacia una pared de perreras de cristal.
Lexie devolvió el gatito a la jaula con suavidad y se movió hacia las perreras.
Los cubículos de cristal estaban vacíos con excepción del dálmata, un perro esquimal en la parte de atrás y una rata grande sobre un tazón de comida.
—¿Qué es eso? —preguntó Lexie, señalando la rata casi sin pelo con enormes orejas.
—Es un chihuahua. Es un perro muy pequeño.
Tom pensó que no deberían llamarlo perro. Le temblaba todo el cuerpo y parecía patético, era una vergüenza para la raza canina.
—¿Tene frío? —preguntó Lexie, presionando la frente contra el cristal.
—Espero que no. Trato de mantenerlo muy caliente.
—Debe estar asustado. —Colocó la mano en la perrera y dijo—: Añora a su mamá.
—Oh, no —dijo Tom mientras recordaba cómo había tenido que rescatar un pececillo en el Pacífico. Pero no se veía fingiendo salvar a un tembloroso perro estúpido—. No, no añora a su mamá. Le gusta vivir aquí solo. Apuesto a que le gusta pasar la noche en su plato de comida. Apuesto a que está soñando algo agradable ahora mismo, que se estremece porque está soñando que hay un fuerte viento.
—Los chihuahuas son una raza nerviosa —informó la vendedora.
—¿Nerviosa? —Tom apuntó hacia el perro—. Está dormido. -La mujer sonrió.
—Sólo necesita un poco de calor y mucho amor —dijo; luego se dirigió a unas
puertas de vaivén. Unos segundos más tarde la parte de atrás de la perrera de cristal se abrió y un par de manos cogieron al perro.
—Tenemos que irnos si queremos llegar a tiempo a la película. —Tom lo dijo demasiado tarde. La mujer volvió y puso el perro en brazos de Lexie.
—¿Cómo se llama? —preguntó Lexie mientras miraba a los pequeños y brillantes ojos que le devolvían la mirada.
—No tiene nombre —contestó la mujer—. Es su dueño quien debe ponérselo.
La pequeña lengua rosada del perro salió como una flecha y lamió la barbilla de Lexie.
—Le gusto.
Tom miró el reloj, deseando que Lexie y el perro se separaran.
—La película va a empezar. Tenemos que irnos ya.
—Ya la he visto tres veces —dijo sin apartar los ojos del perro—. Eres un perrito precioso —dijo con un acento arrastrado muy parecido al de su madre—. Dame un besito.
—No. —Tom negó con la cabeza, sintiéndose de repente como un piloto de avión intentando aterrizar con un solo motor—. Nada de besos.
—Ha dejado de temblar. —Lexie se frotó la mejilla contra la cara del perrito y él le lamió la oreja.
—Tienes que devolverlo.
—Pero lo quiero y me quiere. ¿No me lo puedo quedar?
—Oh, no. Tu madre me mataría.
—No le importará.
Tom oyó la mentira en la voz de Lexie y se arrodilló a su lado. Podía sentir cómo el otro motor de su avión imaginario comenzaba a fallar. Tenía que pensar rápidamente algo antes de estrellarse contra el suelo.
—Sí, lo hará, pero ¿sabes qué? Te compraré una tortuga y la puedes tener en mi casa, y cada vez que vengas puedes jugar con ella.
Con el perro feliz entre los brazos, Lexie se apoyó en el pecho de Tom.
—No quiero una tortuga. Quiero al pequeño Pongo.
—¿Pongo? No puedes ponerle nombre, Lexie. No es tuyo.
Las lágrimas comenzaron a caer de los ojos de Lexie y le tembló la barbilla.
—Pero le quiero y me quiere.
—¿No prefieres tener un perro de verdad? Podemos mirar perros de verdad el próximo fin de semana.
Ella negó con la cabeza.
—Éste es un perro de verdad. Pero algo pequeño. Y no tiene mamá, y si lo dejo aquí me echará de menos y lo pasará muy mal. —Las lágrimas le empaparon las pestañas cuando sollozó—. Por favor, papá, déjame conservar a Pongo.
El corazón de Tom colisionó contra sus costillas y amenazó con salírsele por la garganta. Miró la cara lastimosamente triste de su hija y finalmente se estrelló. Ardió. Fue incapaz de impedirlo. Era tonto, pero le había llamado «papá». Cogió la cartera y le entregó la Visa a la feliz dependienta.
—De acuerdo —dijo, la cogió y la estrechó entre sus brazos—. Pero tu mamá nos va a matar.
—¿En serio? ¿Puedo quedarme con Pongo?
—Supongo que sí.
Su llanto se incrementó y enterró la cara en el cuello de su padre.
—Eres el mejor papá del mundo —gimió y él sintió la humedad contra la piel—Seré buena por siempre jamás. —Le temblaron los hombros, el perro temblaba y Tom temió ponerse a temblar también—. Te quiero, papá —susurró.
Si no hacía algo rápido, empezaría a llorar igual que Lexie. Comenzaría a llorar como una chica allí mismo, delante de la vendedora.
—Yo también te quiero —dijo, luego se aclaró la voz—. También compraremos
comida.
—Y probablemente necesitareis un transportín —informó la dependienta tomando la tarjeta de crédito—. Y como tiene muy poco pelo también un suéter.
Cuando Tom cargó a Lexie, a Pongo y los accesorios del perro en el Range Rover, tenía casi mil dólares menos en la cuenta. Mientras atravesaban la ciudad hacia Bellevue, Lexie habló sin parar y le cantó nanas al perro. Pero cuanto más se acercaban a su calle, más callada estaba. Cuando Tom aparcó al lado de la acera, el silencio llenaba el coche.
Tom le tendió la mano a Lexie para salir del vehículo y tampoco hablaron mientras caminaban por la acera. Se detuvieron bajo la luz del porche mirando la puerta cerrada, posponiendo el momento en que tendrían que enfrentarse a _____ con esa rata temblorosa en los brazos de Lexie.
—Se va a poner como una loca —le informó Lexie apenas en un susurro. Tom sintió cómo su manita asía la de él.
—Sí, nos va a salpicar la mierda.
Lexie no lo corrigió. Sólo inclinó la cabeza y dijo:
—Sí.
«Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a _____. Pero no puedes tener las dos cosas». Casi se rió. Incluso aunque admitiera que estaba locamente enamorado de _____, creía que después de esa noche su carrera estaba tan segura como Fort Knox.
La puerta se abrió y la predicción de Tom sobre las salpicaduras de mierda se hizo realidad. _____ pasó la mirada de Tom a Lexie, luego al perro que temblaba en los brazos de su hija.
—¿Qué es eso?
Lexie se calló y dejó hablar a Tom.
—Ah, entramos en una tienda de animales...
—¡Oh no! —gimió _____—. ¿La dejaste entrar en una tienda de animales? No se la puede dejar entrar. La última vez que entró lloró tanto que vomitó.
—Bueno, el lado bueno, es que esta vez no se puso enferma.
—¿El lado bueno? —_____ señaló los brazos de Lexie y gritó—: ¿Es eso un chihuahua?
—Eso es lo que dijo la dependienta, pero yo no estoy demasiado convencido.
—Devuélvelo.
—No, mami. Pongo es mío.
—¿Pongo? ¿Ya le pusiste nombre? —Miró a Tom y entrecerró los ojos—. Estupendo. Pongo puede vivir con Tom.
—No tengo patio.
—Tienes cubierta. Con eso basta.
—No puede vivir con papá porque entonces sólo lo podría ver los fines de semana, y no podría enseñarle a comportarse.
—¿Enseñar a quién? A Pongo o a tu papá.
—Eso no tiene gracia, _____.
—Lo sé. Devuélvelo, Tom.
—Ojalá pudiera. Pero la vendedora dijo que no puede devolverse. No puedo devolver a Pongo. —Veía a _____ allí de pie tan guapa como siempre y muy, muy enfadada. Pero por primera vez desde Cannon Beach no quería pelearse con ella. No quería provocarla más—. Lo siento, pero Lexie empezó a llorar y no pude decir que no. Le puso nombre y lloró en mi cuello y cuando me quise dar cuenta, ya le había dado a la dependienta mi tarjeta de crédito.
—Alexandra Mae, entra en casa.
—Ajá —dijo Lexie, luego abrazó a su perro, agachó la cabeza y pasó corriendo delante de su madre.
Tom se movió para seguirla, pero _____ le cortó el paso.
—Le he dicho a esa niña durante cinco años que no puede tener a una mascota hasta que cumpla diez. Te la llevas unas horas y vuelve a casa con un perro sin pelo.
Él levantó su mano derecha.
—Lo sé y lo siento. Prometo que compraré toda su comida y Lexie y yo lo llevaremos a adiestrar.
—¡Puedo pagar su maldita comida! —_____ levantó las manos y se presionó la frente con los dedos. Sentía como si fuera a estallarle la cabeza—. Estoy tan enfadada que no puedo pensar.
—¿Ayudaría que te dijera que compré un libro sobre esa raza?
—No, Tom —suspiró ella, dejando caer las manos—. No ayudaría.
—También tengo un transportín. —La tomó de la muñeca y la arrastró con él—. Le compré un montón de cosas.
_____ trató de ignorar la aceleración de su pulso cuando la cogió.
—¿Qué clase de cosas?
Él abrió una de las puertas traseras del Range Rover y le pasó un pequeño transportín para perros.
—Supongo que se pasará la noche ahí y así no se hará pis en el suelo —dijo, y luego metió la cabeza dentro del vehículo otra vez—. Aquí hay un libro de entrenamiento, otro de chihuahuas y otro más, hizo una pausa para leer el título, Cómo educar un perro para vivir con él. Comida, galletitas para perros, juguetes para masticar, collar y correa y un suéter pequeño.
—¿Suéter? ¿Compraste todo esto en la tienda?
—Voy a cerrar. —Dio la vuelta y metió la cabeza por el otro lado.
Por encima del transportín, _____ recorrió con la mirada los bolsillos traseros del pantalón de Tom. Sus vaqueros estaban descoloridos en algunos lugares y estaban sujetos por un cinturón de cuero.
—Sé que está por aquí en alguna parte —le dijo, y ella rápidamente miró al maletero del todoterreno. Estaba lleno de grandes bolsas de juguetes y una caja donde ponía Ultimate Hockey.
—¿Qué es todo eso? —preguntó, señalándolo con la cabeza. Tom la miró por encima del hombro.
—Son cosas que he comprado para Lexie. No tengo nada para ella cuando está
en mi casa, así que hemos comprado algo. No puedo creer cuánto cuestan las Barbies. No sabía que valían sesenta dólares cada una. —Se enderezó y le dio un tubo—. Es la pasta dentífrica de Pongo.
_____ estaba consternada.
—¿Has pagado sesenta dólares por una Barbie? -Él se encogió de hombros.
—Bueno, piensa que una venía con un perro de lanas, otra con una chaqueta estampada de cebra y una boina a juego, creo que no me timaron demasiado.

Lo habían embaucado. A los pocos días de abrir las cajas, Lexie tendría esas muñecas desnudas por la casa y parecería que las había recogido de una tienda de segunda mano. _____ raramente compraba juguetes caros a Lexie. Su hija no los trataba mejor porque hubieran costado más y, además, había muchos meses en los que _____ no podría permitirse el lujo de gastarse ciento veinte dólares en unas muñecas
Tenía tendencia a volverse un poco loca y gastar bastante en navidades y en los cumpleaños, pero tenía que hacer cálculos y ahorrar dinero para esas ocasiones. Tom no lo hacía. El mes pasado, cuando su abogado había elaborado el acuerdo de custodia, se había enterado de que Tom ganaba seis millones de dólares al año jugando al hockey e invirtiendo. Ella nunca podría competir con eso.
Miró la cara sonriente de Tom y se preguntó qué estaría tramando. Si no tenía cuidado, él lo tomaría todo y ella se quedaría sin nada excepto ese perro sin pelo.

8 comentarios:

  1. Al fin!!! Lexie. Ya le dijo papa. Uii q emocion fue tan tiernoo , y pobre de la rayitaa me da penitaaa sufreee , me encantoooo sube pronto no te olvides BYEEEEE

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  2. Le dijo papá!! Lexie supo cuando decirlo.. :D

    Que Virgil no jodaaa!!

    Siguela Virgii :)

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  3. Hayyy que tierna ya Lexie le dijo papa a Tom que bueno me alegro mucho :) me encanto virgi espero los próximos caps!!!

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  5. Mas de 5 comentarios y no has subido :/

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  6. Oo si le encuentro toda la razon. A jennifer. U.u me siento estafada :/ jajajajajaja sube prontoo please no seas malita virgiii ((:

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